La tensión arterial es la presión con que la sangre circula a lo largo de las arterias. Cuando se mide la tensión arterial se determinan dos cifras, una cifra máxima y una mínima. La cifra máxima o sistólica es la presión que mantiene la sangre cuando el corazón está en sístole, es decir, cuando se contrae y expulsa la sangre al resto del organismo. La cifra mínima o diastólica es la presión que oponen los vasos arteriales cuando el corazón está en diástole, es decir, cuando se dilata y se llena de sangre.
Hasta hace algunos años se consideraba normal que los sujetos con más de 65 años presentaran una tensión arterial elevada, pues se suponía que esto era una adaptación del organismo al paso del tiempo. Sin embargo se ha demostrado que, a cualquier edad, el aumento de la presión arterial daña las arterias del organismo.
Se considera que toda persona que tenga la tensión arterial por encima de los límites de 140/90 mm Hg debe ser diagnosticada como hipertensa sea cual sea la edad que tenga. En el anciano predomina el aumento de la tensión sistólica de forma desproporcionada con respecto a la elevación de la diastólica o incluso de forma aislada, y el aumento de la presión de pulso, que es la diferencia entre la tensión sistólica y la diastólica.
La hipertensión arterial es una de las enfermedades crónicas de mayor incidencia en la población anciana. Se estima una prevalencia global en personas mayores de 65 años cercana al 60-70%, siendo la hipertensión sistólica aislada la mayoritaria en los ancianos.
En la hipertensión arterial del anciano intervienen los cambios morfológicos y funcionales relacionados con el envejecimiento que favorecen la rigidez arterial y los fenómenos de arterioesclerosis, como es la perdida de elasticidad de la pared de las arterias, que por lo tanto tienen menos capacidad para adaptarse a altas presiones, lo que hace que puedan romperse u obstruirse con mayor facilidad. Por otro lado, el corazón del anciano tiene menos capacidad para soportar el aumento de trabajo que le supone la hipertensión arterial y por lo tanto una mayor posibilidad de volverse insuficiente. Asimismo, influyen enormemente el estilo de vida (ejercicio, nutrición, hábitos tóxicos) y las enfermedades padecidas.
El anciano tiene un riesgo más elevado de padecer complicaciones vasculares que los jóvenes hipertensos: angina de pecho, infarto de miocardio, insuficiencia cardíaca, hemorragia o trombosis cerebrales e insuficiencia renal.
La hipertensión en el anciano, al igual que en el joven, se puede clasificar siguiendo distintos criterios. Los más habituales son:
Por la etiología, se divide a su vez en dos tipos:
Hipertensión arterial esencial o primaria: la causa del 90% de los casos de hipertensión arterial es desconocida, siendo una afección poligénica y multifactorial.
Hipertensión arterial secundaria: es el resultado de un amplio espectro de enfermedades. Su prevalencia en mayores de 70 años es entorno al 17-18%. La causa más frecuente en el anciano es la hipertensión por alteración de la circulación renal. Le siguen en frecuencia otras enfermedades como el hipotiroidismo primario o la insuficiencia renal, entre otras.
Por la intensidad de las cifras de tensión arterial: se establecen unos grupos de presión arterial: óptima (<120/80 mm Hg), normal (<130/85 mm Hg), normal-alta (130-139/85-89 mm Hg) y alta con diferentes estadios en función de los niveles de presión arterial, a saber, estadio I o ligera a140-159/90-99 mm Hg, estadio II o moderada a 160-179/100-109 mm Hg y estadio III o hipertensión grave si es mayor de 179/109 mm Hg.
Según el grado de afectación de los órganos diana o trastornos clínicos asociados como la insuficiencia cardíaca o los accidentes vasculares cerebrales, y/o la presencia de factores de riesgo cardiovasculares como tabaco, dislipemia o diabetes mellitus, se establecen varios grupos de riesgo.
Las crisis hipertensivas son elevaciones de la presión arterial hasta cifras generalmente severas, diastólicas iguales o superiores a 110 mm Hg, habitualmente superiores a 130 mm Hg, instauradas en un tiempo más o menos rápido. Si se acompañan de síntomas sugestivos de lesión aguda de órganos diana, como obnubilación o delirio, disnea, edema periférico, dolor torácico, etc., se habla de emergencia hipertensiva. Pero si no se acompaña de síntomas severos o progresivos de daño orgánico, se habla de urgencia hipertensiva. En ausencia de síntomas una elevación de la presión arterial hasta cifras severas no debe considerarse una emergencia, sino simplemente una hipertensión severa.
La hipertensión arterial evoluciona de forma silente durante decenios, por lo que los ancianos sin tratamiento o incumplidores del mismo tienen riesgo de desarrollar lesiones de “órganos diana” por el efecto directo de la tensión elevada o por acelerar y agravar la arteriosclerosis. Las consecuencias son:
Efectos cerebrales: la hipertensión arterial es la causa más importante de accidente vascular cerebral. También existe una estrecha relación entre la hipertensión y el desarrollo posterior de deterioro cognitivo o demencia.
Efectos cardíacos: constituyen la cardiopatía hipertensiva. Su primera y más frecuente repercusión es la hipertrofia del ventrículo izquierdo, responsable de complicaciones como insuficiencia cardíaca, cardiopatía isquémica, arritmias ventriculares o muerte súbita.
Efectos renales: la hipertensión arterial es tanto una causa como una consecuencia de la nefropatía aguda o crónica, constituyendo también un factor determinante de progresión de la enfermedad renal y del riesgo de insuficiencia renal terminal.
Efectos vasculares: la hipertensión arterial afecta primariamente a las arterias y arteriolas, ocasionando vasculopatía periférica en forma de claudicación intermitente y vasculopatía retiniana con pérdida de visión.
El procedimiento básico de detección de la hipertensión arterial es la medición protocolizada de ésta en todos los enfermos que acuden a consulta médica puesto que éste es un proceso frecuentemente asintomático. En los pacientes ancianos este procedimiento requiere especial cumplimiento dada la elevada prevalencia de hipertensión arterial en dicho grupo de población, su bajo coste y su elevado rendimiento. En cualquier caso la confirmación del diagnóstico implicará varias mediciones, al menos dos o más lecturas en dos o más visitas diferentes si se realizan en consulta.
El fenómeno de bata blanca (cifras altas de tensión arterial puntuales en situaciones de estrés, más concretamente en la consulta del profesional sanitario) es más frecuente en pacientes ancianos y afecta de forma más intensa a la presión arterial sistólica. El uso de la automedida domiciliaria de la presión arterial (AMPA) y de la monitorización ambulatoria de la presión arterial (MAPA) debería ser habitual en los pacientes mayores de 65 años.
Siempre hay que considerar los factores que puedan agravar la hipertensión arterial, como son obesidad, sedentarismo, diabetes mellitus, exceso de sal común, abuso de alcohol, estrés o exceso de preocupaciones, ansiedad, angustia, fármacos como corticoides o antiinflamatorios, etc. Algunas personas heredan una cierta predisposición a ser hipertensas, pudiendo presentarse en varios miembros de una familia. La cafeína puede aumentar de forma aguda la tensión arterial pero no tiene relación directa.
El estudio de la hipertensión arterial en el anciano no difiere en gran medida del propio del adulto joven; no obstante, tiene algunas peculiaridades. Se realizará una historia clínica completa y una exploración física, una analítica básica de sangre y orina, un electrocardiograma, una radiografía de tórax y una exploración del fondo de ojo. La investigación está dirigida a varios puntos principales:
Confirmación del diagnóstico de hipertensión.
Valoración de la posible repercusión en órganos diana.
Descartar causas de hipertensión secundaria.
Buscar otros factores de riesgo cardiovascular y enfermedades asociadas.
Mientras que el objetivo del tratamiento antihipertensivo en el adulto joven se plantea en términos de disminución de la morbimortalidad cardiovascular y renal, el objetivo prioritario en el anciano debe de ser el mantenimiento de la expectativa de vida libre de discapacidad o, en su defecto, la maximización de la función.
Es imprescindible la realización de un tratamiento no farmacológico previo o conjuntamente a la terapéutica con fármacos, y modificar estilos de vida. Se recomienda:
Reducción de la ingesta calórica en caso de sobrepeso.
Reducción de la ingesta de sodio mediante supresión de la utilización del salero en la mesa y evitando tomar alimentos precocinados, enlatados y embutidos. Es preferible su utilización sobre la comida una vez cocinada, en vez de utilizarla durante la cocción.
Aumento del consumo de potasio (frutas frescas, vegetales y cereales).
Aumento de la ingesta de calcio.
Andar diariamente más de media hora al día, preferiblemente entre 1 y 2 horas. En los sujetos no entrenados, el objetivo se debe alcanzar de forma paulatina.
No ingerir más de 30 gr de alcohol/día (equivalente a 300 ml de vino, 500 ml de cerveza o una copa de licor).
En los casos en que las medidas no farmacológicas no sean suficientes, se podrá prescribir terapia farmacológica individualizada según el grado de hipertensión y las condiciones particulares de cada paciente, en especial las comorbilidades y los tratamientos previos y concomitantes.
El comienzo del tratamiento se hará a la dosis mínima recomendada con aumento progresivo según el objetivo terapéutico a conseguir. La mayor parte de los pacientes necesitará más de un fármaco para controlar la presión arterial, debiendo combinarse los indicados de primera elección. Se recomienda el uso de combinaciones fijas para mejorar la cumplimentación terapéutica, puesto que la mayor parte de los enfermos estarán polimedicados. Se deberá estar atento a los efectos secundarios e interacciones que se puedan presentar.
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