La familia y el cuidador principal de una persona enferma de Alzheimer experimentan un sinfín de emociones que, en ocasiones, son difíciles de descifrar. Hablar de gestión emocional es acercarse a ellas de un modo amoroso y tratarlas como una importante fuente de información para el cuidador. Gestionar no es controlar, no es reprimir, no es rechazar. Gestionar es elegir qué hacer con ellas desde la consciencia, focalizando lo que está ocurriendo, durante la enfermedad de alzheimer, y manteniendo la atención centrada en el bienestar y en la salud.
Un aspecto importante para gestionar las emociones es, primero, reconocerlas, hacerlas conscientes y darse cuenta de ellas. Esto implica permitir que surjan sin juzgarlas ni reprimirlas, pues esto puede provocar bloqueos que harán que el cuidador se aleje cada vez más de sí mismo. Una vez reconocidas, el segundo paso es aceptarlas como parte de nosotros mismos y el tercer paso es elegir qué hacer con ellas y cómo vivirlas, dependiendo de si son beneficiosas o no para mí mismo. Se trata de una cuestión de medida e intensidad, aspectos que normalmente alimentamos nosotros mismos a través del pensamiento y la acción. La emoción no es ni buena ni mala, sólo nos hace bien o mal según cómo las vivamos.
La vida del ser humano en general y del cuidador de Alzheimer en particular gira en torno a cuatro emociones básicas: el miedo, la tristeza, la rabia, la alegría. Así, suelen caminar entre dos pares de opuestos: el miedo y la tristeza que me aíslan y separan del mundo y la alegría y la ira que me empujan hacia el exterior y a que las exprese con los demás y hacia los demás. Las emociones favorecen o impiden la relación con los demás y conmigo mismo. Podemos intentar olvidarlas pero es difícil que esto ocurra, más bien las almacenamos en nuestro cuerpo congelándolas en zonas tensas y doloridas.
Gestión de emociones
Una mirada integral del ser humano implica, entre otros, saber que existe interdependencia entre la mente, la emoción y la acción. De ahí que mi pensamiento, por ejemplo, influirá directamente en las emociones que surgen (si pienso que una persona hace algo a propósito, lo más probable es que sienta ira; si pienso que no le intereso a nadie, lo más probable es que sienta tristeza, si pienso que no podré con la situación, lo más probable es que sienta miedo, etc.). Así, una vez reconocida la emoción es necesario saber cómo la estoy alimentando desde el pensamiento y revisar las distintas creencias que podrían estar manteniéndola incluidas las distorsiones asociadas (pensar que esto será siempre así, que todo es de determinada manera, que no hay solución posible, que nunca cambiará, etc.). En virtud del pensamiento, podemos objetivar los sentimientos y enfrentarnos a ellos como observadores buscando su racionalidad. Si reconocemos la importancia de nuestras ideas para la vida emocional las trataremos más cuidadosamente transformando el pensamiento en una idea que me apoye y me dé luz más que desanimarme y exigirme, dado que la estrechez y rigidez del pensamiento embota la emoción.
La acción, por su parte, también nos puede ayudar a gestionar mejor las emociones: un paseo, caminar, respirar, escuchar música o regar las plantas pueden disminuir la intensidad emocional, aquietar la mente y facilitar que experimentemos una misma situación desde otro lugar asimilándola y adaptándonos más fácilmente.
Finalmente, ser tolerante y paciente con mi mundo emocional, permitiendo que la emoción siga su curso naturalmente sin aferrarme ni identificarme en exceso, son valores que nos pueden ayudar a gestionar mejor y recorrer el camino hacia el equilibrio emocional, cuidando mejor a nuestro ser querido a través del cuidado responsable de nosotros mismos.
Via knowalzheimer.com
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